La película sigue un recorrido temporal, sí, pero lo hace con una vitalidad que desborda lo convencional. Cada etapa de Ney está marcada por una textura distinta: la juventud rebelde, la madurez creativa, la permanencia del ícono. La dirección traduce esa evolución con una puesta en escena que vibra —colores intensos, vestuarios, escenarios que parecen respirar junto a él— y un montaje que fluye con ritmo y emoción. No hay artificio gratuito: todo responde a una búsqueda de sentido, a una celebración del cuerpo y la voz como herramientas de libertad.
Más que una biografía, es una exaltación del arte como impulso vital. La película se mueve con el mismo exceso y sensibilidad que su protagonista, entre lo teatral y lo íntimo, entre el gesto que provoca y la emoción que perdura. Desde la caracterización hasta los números musicales, hay un pulso cinematográfico que entiende a Ney no como figura intocable, sino como un cuerpo libre, contradictorio y profundamente humano. Esa libertad, que alguna vez escandalizó, hoy resuena como un manifiesto: el arte, cuando es verdad, no pide permiso.

